viernes, 25 de mayo de 2012

El recomendador de libros (o ¿Para qué sirven las contraportadas?)

Hoy comienza la Feria del Libro en Madrid y me apetece compartir este relato que escribí hace unos años.

Todo comenzó con una pregunta: “Cuando leéis una novela, ¿por qué la elegís?”.

–Porque alguien me la ha recomendado.
–Porque le ha gustado a algún amigo.
–Porque todo el mundo habla de ella.
–Porque voy a la librería, y si me llama la atención algún título, leo el argumento y si me parece interesante, me la compro– dijo él.
–¿De verdad haces eso?– le preguntaron extrañados.
–Constantemente.– respondió él, a su vez extrañado por la extrañeza de los demás.

Las caras de asombro se multiplicaron. Pero el más asombrado era él. Qué tipo más raro, pensaron los demás. Él ya sabía que era un tipo raro, pero no sabía que también era raro por esto.

Entonces se desconectó del resto de la conversación y se puso a pensar. En su pareja, en sus amigos, en su familia. En los libros que éstos leían, en por qué los leían. Y, sorprendido, se dio cuenta de que era cierto, la mayoría de esos libros eran recomendaciones, o libros de sus autores preferidos o el último best-seller (o 'betseler', como se suele pronunciar) publicitado masivamente.

Dispuesto a demostrar que eso que él hacía no era una cosa tan insólita, al día siguiente hizo su recorrido habitual por las librerías que solía frecuentar. Pero esta vez no iba en busca de argumentos, sino de respuestas. En vez de hojear las novelas, se dedicó a observar a la gente que se acercaba a los estantes de Narrativa. Y era cierto, iban a tiro hecho. Antes de entrar en la librería ya sabían qué libro iban a comprar. Escuchaba disimuladamente las conversaciones y todas se referían a que la hermana, el compañero, la nuera o el hijo del lector les habían hablado muy bien del libro.

Él se quedó noqueado. Acababa de descubrir que la gente no sufre en las librerías el mismo síndrome que en los hipermercados: el de ir a por una barra de pan y terminar llenando la cesta. “Siempre terminas picando y llevándote más de lo que necesitas”, la sabiduría de las frases hechas. Pues bien, a él no le pasaba eso en el Carrefour, ¡le ocurría en La Casa del Libro!

El placer de entrar en una librería sin saber qué aventura le iba a acompañar cuando saliese, metida en una bolsa de plástico, esperando para empezar a ser leída en el Metro de vuelta a casa, era uno de sus mayores vicios. Perderse por las estanterías y escudriñar entre libros y más libros (de bolsillo normalmente, porque con lo que cuesta uno de tapa dura te puedes comprar dos o tres de bolsillo), en busca de un título llamativo, que le hiciera darle la vuelta al tomo y leer el argumento de su contraportada, esperando que éste fuese tan prometedor como para darle una oportunidad. Algunos de sus últimos descubrimientos habían sido títulos como El enigma de París, Con los muertos no se juega, Un extraño en mi tumba o Persecución mortal. Oh sí, tenía una pequeña debilidad: la novela negra y de misterio. Cualquier título que llevase las palabras muerte, asesinato, caso, enigma o similares en su portada, era objeto inmediato de su atención.

¿Por qué esa fijación por la novela criminal? Él había elaborado una personal teoría: ya que en esta vida casi todo carece de sentido y es prácticamente imposible tener certeza de nada, al menos las novelas de misterio ofrecían soluciones finales, absolutas, inequívocas. Aunque muy probablemente era simplemente por lo mucho que le divertían.

El caso es que el desconcierto se apoderó de él. Siguió deambulando por establecimientos, en busca de alguien que hiciera lo mismo que él hacía, y las horas pasaban. De una estantería a otra, de una librería a otra. Cuando llegó la hora del cierre lo único que había conseguido era gastarse 28,70 euros en novelas (como comprenderéis durante tantas horas de investigación no pudo resistirse a echar algún que otro vistazo).

De vuelta a casa se sentía perdido, solo, marginal. Entonces comenzó a leer uno de los libros que había comprado. Eligió bien, porque al bajarse en su estación de Metro ya le había pegado un buen bocado y mientras subía en las escaleras mecánicas pensó: “Este libro le va a encantar a Bea, se lo tengo que recomendar”. Y entonces se dio cuenta.

Si todo el mundo lee los libros que otros les recomiendan, alguien tiene que empezar esa cadena. ¡Claro! Él era una de esas personas que les hablaban de libros a los demás, y esos a su vez les hablaban a otros y esos a otros, etcétera, etcétera, etcétera. Ya no se sentía perdido, solo y marginal, ya había encontrado su lugar en esta historia: él era un recomendador de libros. Y se sintió satisfecho.

Pobre iluso. Lo que él no imaginaba es que nadie leía nunca sus recomendaciones. ¿Quién iba a hacer caso a un tipo tan raro que se iba a las librerías a… leer?

4 comentarios:

  1. ¡Muy bonito! ¡Y sí! ¡Te recomiendo leer "La princesa prometida" ;)

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  2. Yo también leo los prospectos de los libros, es eso algo malo? lechesmaricarmen, tan raro es tener un poquico de sentido común en este mundo cruél :S
    (ya estoy salivando solo de pensar en mi escapada librera en mi próximo viaje a BCN)

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  3. Absolutamente basado en hechos reales.

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  4. Para tu consuelo, si lo pones con mayúscula y le añades un artículo y un gentilicio, te quedaría tal que así: el Recomendador de Ocaña, por ejemplo… El caso es que a mí me pasa lo mismo, con el agravante de que no sólo pocas veces sigo las recomendaciones de otros, sino que me pongo a temblar cuando, palpando el envoltorio, caigo en la cuenta de que alguien ha decidido ¡regalarme un libro!… pues su destino, me temo, probablemente será la piscina, como decía Francisco Umbral. Lo cierto es que las contraportadas suelen ser bastante más elocuentes que las personas que nos rodean… Sobre todo para los que estamos aquejados del síndrome de la autodidáctica, que nos obliga a abrir senderos y descifrar símbolos poco frecuentados. En todo caso, tanto la búsqueda como el hallazgo inesperado son realmente emocionantes y, desde luego, no intercambiables por ninguna recomendación, por autorizada que sea…

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